El ateísmo es un fenómeno relativamente reciente, como la ciencia o la democracia liberal. No es hasta el siglo XVIII que se encuentran ateos que lo son sin disimulos. En las épocas anteriores es fácil encontrar escépticos o lo que hoy calificaríamos de agnósticos. En el mundo griego y romano hubo siempre más escepticismo que ateísmo. La más sólida concepción materialista de la naturaleza la aportaron los atomistas Leucipo y Demócrito. Según ellos el mundo está formado por átomos  eternos. No habían sido creados ni se destruían. Por su parte, los sofistas defendieron que las normas morales que regulan la convivencia no se derivan de la naturaleza humana, sino que son elaboraciones culturales necesarias para hacer posible una vida social satisfactoria. No negaban la existencia de los dioses  y reconocían a la religión una función social positiva. Al opinar sobre estas cuestiones conviene ser prudente porque Sócrates, un filósofo poco dado a radicalismos, fue condenado a muerte  acusado de “ateísmo” y el sofista Protágoras fue condenado al exilio acusado de “impiedad” y “ateísmo”. En realidad se identificaba en esos casos el agnosticismo y el escepticismo con el ateísmo. Sócrates creía en la existencia de la naturaleza humana y defendía una ética de supremo valor universal. No deja de ser paradójico que este hombre fuese condenado por impiedad, por no creer en los dioses de la polis y por introducir nuevas divinidades. Escepticismo y materialismo siguen siempre presentes en el mundo de la filosofía antigua. Aristóteles defendía que tanto el alma como el cuerpo eran mortales, por lo que no creía ni en las ideas innatas ni en ningún tipo de inmortalidad. La materia es eterna, pero partiendo del principio de que todo lo que se mueve es movido por otro, llega a la conclusión de la existencia de un primer motor, inmóvil y eterno, que desde la periferia del mundo lo mueve como causa mecánica. Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, retomará y “cristianizará” las tesis de Aristóteles, que se transformarán en el tomismo, doctrina que, con el paso del tiempo, se convertirá en la doctrina oficial de la Iglesia católica, la doctrina perenne, la que nunca muere…según ellos.

 Para completar este cuadro conviene hacer una rápida referencia a estoicos y epicúreos. Los estoicos defendían una especie de panteísmo en el que el mundo y Dios se identificaban. Existe un logos o razón universal que gobierna el universo. Esta divinidad no es personal ni antropomórfica, aunque es inmortal, racional y perfecta. El Dios cristiano recogerá algunas de estas características. Por su parte, Epicuro tenía una obsesión: la felicidad de los seres humanos. Para conseguirla hay que suprimir el temor a los dioses y a la muerte. No hay que temer a los dioses, porque no influyen sobre la vida de los hombres, son indiferentes a nuestro destino, dedicados a vivir su gozosa existencia. Los fenómenos destructivos de la naturaleza tienen causas físicas y no están relacionados con ningún tipo de cólera divina. Tampoco hay que temer a la muerte. El cuerpo y el alma, formados por átomos, se disgregan y desaparecen cuando morimos. Los seres humanos deben gozar de su existencia terrenal, la única que existe, disfrutando razonablemente de los placeres que tienen a su alcance y huyendo del dolor que es la principal fuente de infelicidad. ¿Era Epicuro un ateo enmascarado? En la historia cultural de Occidente podríamos encontrar otros casos dudosos, como Maquiavelo, que siempre se refiere a la religión en términos estrictamente políticos, pero aún a principios del siglo XVII la cosmovisión dominante en Europa era el aristotelismo cristianizado. La Tierra era el centro del universo y a su alrededor giraba el Sol. El universo estaba compuesto por una cadena gradual de seres que se extendían de Dios, en la periferia del mundo, hasta lo seres más imperfectos de nuestro planeta, el cual estaba compuesto por cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, mientras que los cielos estaban compuestos de un quinto elemento más perfecto. La Creación estaba sometida a una rigurosa jerarquía. Las plantas y los animales estaban al servicio del hombre  y éste al servicio de Dios. La divinidad delegaba su poder en seres angélicos que movían los cuerpos celestes.

Todo este mundo empezó a ser radicalmente cuestionado con el nacimiento de la física moderna, que culminó con las grandes figuras de Galileo y Newton. La Iglesia católica fue consciente del peligro que significaban para ella las nuevas doctrinas y obligó a Galileo a abjurar públicamente de sus teorías, pero el cambio era imparable y Newton lo culminó genialmente en una Inglaterra en la que todos los poderes eclesiásticos estaban en crisis y en la que se empezaba a alumbrar una nueva sociedad. Newton demostró que la gravedad terrestre suministraba la fuerza centrípeta necesaria para mantener la Luna en órbita. De manera parecida, el campo gravitatorio  del Sol explicaba los movimientos de los planetas. Según Newton el mundo material estaba gobernado por las leyes de la física y no tenía cabida en él ninguna proposición que no se pudiese verificar experimentalmente. Aunque Newton aún pensaba en Dios como relojero eterno, era ya muy fácil prescindir de él y así  lo hicieron discípulos suyos como Laplace (1749- 1827), para quien el universo es un mecanismo totalmente autónomo que venía funcionando desde tiempos inmemoriales y que podía seguir haciéndolo de forma indefinida. El universo se había emancipado de Dios.

En el campo de la geología, el viejo mito de base bíblica que sostenía que la edad de la Tierra era de unos seis mil años se desmoronó definitivamente. El naturalista Buffon calculó hacia 1778 que la Tierra podía tener más de ochenta mil años y sostuvo que los planetas del sistema solar se habían formado a partir de la materia arrojada por el Sol tras un choque con un cometa. Otros estudiosos defendieron la tesis de que el interior de la Tierra estaba formado por lava fundida que salí al exterior de vez en cuando y se solidificaba creando nuevos relieves; por tanto, la edad de la Tierra era indefiniblemente larga y en todo este proceso natural no había vestigios de un comienzo ni previsión de un fin. Todos estos descubrimientos convertían al Génesis en una fábula.

Los grandes avances científicos de los siglos XVII y XVIII crearon las condiciones intelectuales para la emergencia, por primera vez en la historia de la humanidad, de un auténtico pensamiento ateo. Sin embargo, los grandes intelectuales de la Ilustración, como Voltaire y Rousseau, serán deístas. ¿Por qué? Por la misma razón que era deísta Newton: quedan preguntas fundamentales por responder y sobre todo una esencial, el origen del hombre y de la vida en general. No habrá una respuesta clara a esta cuestión hasta Darwin, pero los espíritus más atrevidos de la época ya atisbaban el fin de la era de la ignorancia religiosa y apostaban, un poco osadamente para la época, por el ateísmo. La mayoría de los ilustrados defendían la llamada “religión natural” que se fundamentaba en la creencia en un ser supremo- se intentaba evitar la palabra Dios- que había creado el mundo y luego se había desentendido de él. Estos deístas rechazaban las religiones reveladas, que consideraban llenas de absurdos e incoherencias, y despreciaban al clero oscurantista, que se dedicaba a extender entre el bajo pueblo toda clase de supersticiones y milagrerías.

El eje alrededor del cual giraba ese mundo mágico era el sacerdote. Su misión no era solo la de ser un mediador entre Dios y los seres humanos sino que, por obra y gracia de su ordenación, era también un santificador. Los objetos, al ser bendecidos por él, podían asumir propiedades mágicas. El sacerdote transformaba el agua de la pila a través de la bendición pero también los campos para favorecerlas cosechas y hasta podía convertir el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Toda esta actividad mágica incluía también la firme creencia en los espíritus. Las almas de los muertos que moraban en el purgatorio se aparecían con frecuencia a los vivos para pedir oraciones en su beneficio o, a veces, cosas más extravagantes. Los milagros eran también muy frecuentes y se interpretaban como una intervención divina en favor de un creyente que solicitaba tal ayuda a través de las oraciones. En un mundo sumido en guerras frecuentes, epidemias y una pobreza sin límites, el milagro era la solución extrema en la que confiaban muchos desesperados. El filósofo francés Pascal creía que el cristianismo se desintegraría si faltasen las desgracias, la pobreza y las enfermedades porque era básicamente una respuesta a esas situaciones, Continuamente se producían curaciones prodigiosas atribuidas a la intervención de la Virgen o los santos.

Por otro lado, Satanás acechaba por doquier a los buenos cristianos no solo tentándolos, sino también poseyéndolos físicamente. La única salida posible era el exorcismo, que practicaban tanto católicos como protestantes. En 1584 una muchacha fue ingresada en el hospital municipal de Viena y liberada de 12.652 demonios por un cura jesuita a través de la oración, los sacramentos y el agua bendita. Otro episodio de la época, entre cómico y terrible, fue el de la caza de brujas que azotó toda Europa especialmente entre 1550 y 1650, los peores años de las guerras de religión. El fenómeno era muy anterior, pero durante estos años alcanzó su cénit. Nuevamente el Maligno actuaba, ahora organizando el “ejército de las sombras”, seres humanos dispuestos a colaborar en su criminal misión de obstaculizar la salvación de las almas. Las principales inculpadas eran mujeres, las brujas, pero éstas solían tener muchos cómplices- la tortura ayudaba a multiplicarlos de forma generosa- que tampoco se libraban casi nunca de una muerte atroz. El fenómeno de la brujería fue muy complejo porque en él se mezclaron rencillas y envidias de las gentes de los pueblos y ajustes de cuentas por conflictos que poco tenían que ver con la religión o la brujería.

El terror eclesiástico sobre la población se prolongaba más allá de la muerte. La amenaza del castigo eterno pesaba sobre todos los pecadores. El infierno era una institución casi omnipresente en todos los sermones. El infierno era presentado de muy diversas maneras, pero los castigos eran siempre muy crueles y nunca tendrían fin. Santo Tomás de Aquino creía además que uno de los goces de los bienaventurados en el cielo consistiría en la contemplación de los sufrimientos de los condenados. Una especie de circo romano, vaya…El infierno ha sido una de las peores pesadillas que han sufrido los creyentes de todos los tiempos, porque los motivos de condena- los pecados- podían ser tan leves y tan al alcance de todos que nadie podía considerarse exento de peligro.

La Ilustración defendió que la religión debía dejar de ser causa de conflicto civil o militar y que la tolerancia era la fórmula que garantizaba la paz y la concordia. Voltaire fue un ardiente defensor de estas ideas y un crítico implacable contra la dictadura intelectual y moral que ejercía la Iglesia católica en muchos lugares de Europa. En el siglo XVIII nace también la idea de progreso, es decir, la convicción de que el mundo existente es mejor que el anterior, pero que en el futuro sea aún más perfecto y feliz. Estas convicciones se fundamentaban en el progreso científico alcanzado pero también en el auge económico y en el crecimiento demográfico que crearon una fuerte sensación de optimismo por doquier. En este marco histórico surgen los primeros ateos convictos y confesos de la historia: Jean Meslier, Claude-Adrien Helvétius, el barón de Holbach y Julien Offray de La Mettrie.

Meslier fue un eclesiástico francés que escribió un duro alegato en el que se proponía demostrar la falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del mundo. Su tratado era fuertemente anticristiano y anticlerical.

Para Helvétius el objetivo de toda sociedad debe encaminarse a buscar la mayor felicidad para el máximo número de personas posible. Consideraba que el hombre es un ser puramente físico y actúa por el deseo de placer y la aversión al dolor. Intentó construir una moral tan empírica como la física newtoniana y llegó a la conclusión de que el interés egoísta tiene en las ciencias morales el mismo papel que el movimiento en la física. Helvétius defendía que las ideas de bien y mal dependen de las circunstancias.

El barón de Holbach siguió las huellas de Helvétius, pero radicalizó su pensamiento. La desgracia de los pueblos está causada por el mal gobierno que ha estado siempre en manos de tiranos y sacerdotes. El remedio a todos los males es la educación, ya que los hombres son racionales y solo necesitan saber cuál es su verdadero interés para seguirlo. Aunque creía que es más importante que el pueblo tenga pan que el rey disfrute de palacios bien amueblados, pensaba que era inevitable la división entre ricos y pobres y temía cualquier medida que cuestionase el sagrado principio de la propiedad privada. Desgraciadamente, Holbach no era un demócrata. Solo atribuía el derecho a la ciudadanía a aquellas personas que gozasen de propiedades o viviesen en la holgura económica. En cambio despreciaba al “estúpido populacho” que sin formación podía convertirse en “instrumento y cómplice de demagogos turbulentos”.

El utilitarismo de Helvétius y Holbach postulaba que hay que respetar los derechos naturales del hombre porque esto conduce a la felicidad. La tolerancia religiosa es necesaria porque su alternativa- la intolerancia- es fuente de guerras y persecuciones. La libertad de pensamiento y de expresión permiten que triunfe la verdad, que es la base de todo progreso.

Por su parte, La Mettrie fue un seguidor de las ideas mecanicistas de Descartes. Este filósofo defendió que todos los seres vivos, los animales, las plantas y el mismo cuerpo humano eran máquinas gobernadas por las leyes de la mecánica. No había jerarquía de perfección. Será La Mettrie quien haga famosa la expresión “hombre-máquina” para designar a los seres humanos. Para él, “en todo el universo no existe más que una sola sustancia diversamente modificada” y la conducta humana se podía explicar como una mera reacción fisicoquímica.

Por último, es conveniente hacer referencia a otro gran intelectual de la Ilustración, Beccaria, quien propuso una reforma en profundidad del derecho penal de la época. Para Beccaria, el delito es un daño ocasionado a la sociedad. La pena no debe ser una venganza, sino una manera de imposibilitar que el criminal pueda repetir los hechos delictivos. La prevención del delito es lo más importante. Estaba a favor de la supresión de la tortura- ampliamente utilizada por la justicia de la época- pues atenta contra la dignidad humana. Los castigos corporales deberían ser sustituidos por penas de cárcel o por multas que beneficiasen a la Hacienda pública, no mutilasen ni ofendiese al reo y le ayudasen a enmendarse. Pensemos que el uso de formas muy crueles de aplicación de la pena de muerte eran de uso corriente en la Europa de la época y que tales ejecuciones solían ser públicas para escarmiento de todos.

(Gabriel García Voltà y Joan Carles Marset. Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida. Editorial Bronce. Barcelona. 2009)